Solté su mano. La solté y me detuve, pero seguí caminando. Me detuve… en mi mente; y, después de casi seiscientos y tantos días de lo que somos, vi cómo su mano seguía igual de húmeda, su camisa remangada, como siempre, deshecha del lado izquierdo –quizás tenga ese brazo más suave que el otro-.
Recordé como nos conocimos, lo mal que lo hicimos, cómo no nos vimos la primera vez, sólo hubo de eso de lo que está tan lleno el mundo, de nada, de gente que cree que tiene grandes ideas, ideales, la fórmula de una vida perfecta, el consejo más atinado que aplica para todos, menos para sí mismo.
Servirme el trago con las medidas suficientes de cada cosa fue suficiente para que subiera la mirada y atinar con esa barba perfecta, el cabello sin gelatina y el muro de Berlín de cejas que separaban sus ojos de esa pequeña frente donde desembocaban sus rizos. El problema era su camisa, que hablaba sola y decía tan poco a la vez: “no tengo trabajo, no me interesa uno mientras no sea mi arte”.
Estar en el lugar correcto, con los tragos de perfectas medidas: lleno de hielo, un poco de ron y el resto de Coca Cola. Todo fue suficiente para que despertara con el café que él preparó.
Solté su mano, vi las impresionantes nubes que nos visitaban y tomé una foto. Él no me siguió, no se detuvo, pero sus últimos pasos, su mirada y su mano sudada con la manga izquierda deshecha esperaban mi mano.
¿Para qué volver a esa mano sudada, si hay miles de treintañeros, con barbas perfectas y afros sin gelatina cuyas camisas dicen más y no son de ridículos cuadritos?
Vi su camisa, sus manos, su barba, su cabello… el discurso había cambiado.
Solté su mano, sequé la mía, hice una foto mala y caminamos.
Unas manos sudadas alteraron la foto, ahora se ve mejor.