Cuando descubrió que se había enamorado de un monstruo horrendo disfrazado de la persona más linda del mundo, huyó robándole el disfraz. Al fin y al cabo, se había enamorado de la mentira más que del enunciador de esa mentira. Los años siguientes los pasó probando el disfraz en mujeres bellas y solas, en casadas y tristes, en jóvenes y felices, en ancianas amargadas y en quinceañeras cachondas, en señoritas desgarbadas hasta el escándalo y en señoronas exageradamente pulposas; en fiesteras, en petisas, en rubias, en gordas y en morenas. Tampoco se privó de probarlo en varios tipos de sexualidad dudosa y en algún que otro maricón declarado. Lo probó en un travesti, en dos ovejas, en un murciano y en un marciano. Pero no había caso: nadie sabía llevar el disfraz como aquel monstruo horrendo.
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